Horizonte primitivo
Una perspectiva conceptual sobre la obra de Andrés Aguirre
Esa capacidad de afrontar la oposición entre el tiempo histórico capturado en un volumen que pareciera anterior (uno arcaico por genética de forma) y el tiempo actual de la materia recortado en el presente, Andrés Aguirre la demuestra a través de una representación imitativa en el objeto natural que deviene en escultura.
Las obras de Horizonte primitivo se presentan así, formas esenciales en su último estado natural: el corroído en las piezas de hierro, el descortezado en ciertas piezas de madera, el carbonizado en otras, o el estado pétreo del asfalto en una cabeza que parecería que observara desde su naturaleza industrial asfáltica. De ahí la perspectiva imitativa con ciertos estados materiales que se tornan principales para el esteticismo de este autor, pues él decide el límite de expresión de la materia que utiliza; y, con ello, la manifestación final del objeto como referente de una naturaleza de formas primarias.
Andrés Aguirre define cada forma interpretante a partir de un modelo natural y así practica un retorno a lo primigenio, a la esencia elemental de la forma y la expresión.
Aguirre esculpe, modela, corta y concreta una geométrica formativa que imita algún referente natural: el ser humano, una cascada, ciertas formas rocosas como si fueran farallones, o incluso múltiples figuraciones que bien podrían ser propias de microorganismos idealizados…; y entonces altera ritualmente esos volúmenes con el agua o con el fuego para conferirles su última apariencia.
Y así, criada la forma surge el color final de cada pieza que no es un tono absoluto sino un matiz consecuente de esos agentes catalizadores que administra el artista.
No hablamos de tonos definidos sino de tres continuos de color que los emparentamos con lo cobrizo, lo negro y lo ocre. Es decir, un rango de cobrizos oxidados (los tonos del metal enmohecido); un registro matizado de negro carbonizado (la madera quemada con reflejos e iluminaciones propios que brotan del agrietado, de las fisuras…; o un nivel dinámico de grises que surgen desde lo más negro del asfalto); y un rango de ocres fibrosos propios de la materia descortezada y de esa cualidad de ser pino o ciprés que son las maderas que utiliza el autor (la madera expuesta como tal: madera).
En suma, no son colores definibles por el tono sino signos de esos colores nominados; y más aún, síntomas de quemadura, abrasión, bruñido, pulimento, oxidación… Consecuentemente, en esta colección, el color es reactivo al impulso volitivo del artista y al paso del tiempo —corto o extendido— y que tiene su punto final en el límite de cada pieza concluida.
Pero además es un color ritualizado por el propio artista cuando ha practicado esteticismo con el fuego o con el agua; y es un color ritualizado por el mismo artista cuando acepta la cromática del tiempo que ha intervenido en la sustancialidad del metal y lo ha corroído (una sustancia de corrosión que ha operado como una pátina del tiempo); y más aún es un color ritualizado por este artista cuando decide tallar una forma humana en una piedra de asfalto en su estado natural para conferirle por donación semántica el principio originario de la materia prima.
En suma, la materia correlacionada con su tiempo anterior, el histórico del metal, el del árbol, el de la sustancia petrolífera, entra en oposición con su presente intervenido por ese agente oxidante de la huella del tiempo que ha herrumbrado, del agua que ha pulido, del fuego que ha carbonizado y del asfalto que ha petrificado.
Y tanto es así, que el color en esta colección de Aguirre no es tintura sino concepto. El color es continuo, primario, consecuente, reactivo: signo, síntoma y símbolo; y también es materia de expresión para este autor de «matices primitivos».
Con esta apreciación conceptual, la consecución de las formas finales nos remite a valoraciones estéticas propias del modernismo del cual Andrés Aguirre se convierte en un intérprete diacrónico. Un intérprete a través de su propio tiempo.
Y así encontramos en Horizonte primitivo formas mínimas que se conectan entre sí a través de un movimiento inducido, y que nos permiten percibir una relación de correspondencia minimalista. O formas iconizadas como humanas que descubren una doble desnudez material, la del cuerpo evocado y la de la propia madera agrietada, partida, fisurada, que no es sino un tipo de geometrismo destilado de esas formas y que se emparenta con ciertos modelos remotos instituidos como convenciones de origen arcaico.[1] Y formas talladas u horadadas que impulsan una captación de elementos referenciales: cascadas, exoesqueletos, agrupaciones naturales, fitomórficas (micóticas), microambientes celulares… En fin, tantas asociaciones posibles cuantas se puedan percibir en estos objetos escultóricos y relacionar con un referente específico de la naturaleza (asunto que será inherente a la memoria visual de quienes sepan observar a través de estas esculturas).
En síntesis, Andrés Aguirre reinterpreta y casi que reinventa la forma primitiva y así nos ofrece una nueva perspectiva sobre la naturaleza humana y nuestra conexión contemporánea con lo ancestral.[2]
Y es que Aguirre recompone un estado arcaico que mira hacia el pasado como referencia de origen, pero que proyecta por sobre el presente del autor una línea de horizonte conceptual. No en vano «profetiza en la retrospección», tal como lo pudiera haber distinguido Arnold Hauser.[3] Algo así como practicar un tipo de mirada mística hacia el pasado inalcanzable pero aún inigualable de la forma original.
En este punto hablamos de la dialéctica del tiempo en la materia que resulta principal en esta colección: esa capacidad que hemos comentado de afrontar la oposición del tiempo histórico con el tiempo actual: la del volumen figurado y la forma consecuente; la de la acción y la reacción; la de un naturalismo imitativo y una geométrica formalista; la de lo primitivo y lo moderno; la de lo salvaje y lo civilizado; la de la forma pretérita y la forma actual…
Con todas estas cualidades estéticas se consolida el trabajo conceptual de este autor; ese trabajo que se cifra y se descifra a la vez en un horizonte primitivo como designación de lo perceptible a través de una polaridad naturalista y geométrica, y que resulta a su vez en ese principio dialéctico de creación con el cual Andrés Aguirre modela un esteticismo primigenio.
Aguirre ha creado una línea de observación que limita y que divide, pero que a su vez proyecta un más allá únicamente alcanzable a través de un pensamiento crítico. Y es ese más allá el que se coordina en el pasado, en el tiempo tardío; en un tipo de horizonte tardío signado en un presente primitivo (signado, sintomatizado, ritualizado, simbolizado).
Ese es el horizonte conceptual de Andrés Aguirre que concibe el trazado de una perspectiva panorámica en el interior de la conciencia: el paraje de un pasado remoto con límites de reconocimiento anterior, primario, original.[4]
Así notamos en esta exposición, y más aún en su propuesta museográfica, la presencia de ese paraje idealizado cual si fuera el de un paisaje arcaico. Esa presencia de un paisaje primitivo cuyo término de horizonte se encuentra en lo más hondo de quien se disponga cual un perceptor de ese extralímite que se delinea casi como si fuera un arcano en la propia y más íntima naturaleza del propio yo.
Simplemente observemos la cabeza de asfalto que se dispone como ese propio perceptor desde adentro, desde el interior de esa semiosfera idealizada por Andrés como una esfera de significación anterior; y que, como tal, propone un regreso a ella, un retorno a esa morada primitiva, a ese primer paisaje inseparable de la genética conceptual de la propia creación.
Humberto Montero, febrero, 2024.
[1] Andrés Aguirre despoja al cuerpo de sus adornos culturales y lo presenta en su forma más cruda y vulnerable, y así nos invita a reflexionar sobre nuestra propia corporeidad y nuestra relación con la tierra y el pasado. Lo logra en la desnudez del referente humano y en la desnudez de la materia despojada de cualquier accesorio utilitario que la revista como objeto de consumo utilitario.
[2] La forma primitiva en esta propuesta de Andrés Aguirre no es simplemente una vuelta nostálgica al pasado, sino un acto de reinvención que nos permite confrontar nuestra propia humanidad cuyas raíces se entrelazan de manera inextricable con nuestro presente.
[3] «Cada obra de arte aparece como el resultado y el resumen del pasado gracias a sus elementos tradicionales y como origen de una nueva descripción de ese pasado, de una nueva orientación y división histórica, gracias a sus rasgos originales y actuales». Arnold Hauser, Sociología del arte, (1975).
[4] Como señala Hal Foster en su obra El retorno de lo real-La vanguardia a finales de siglo, (1996): «El arte contemporáneo a menudo busca desestabilizar las jerarquías establecidas y cuestionar las divisiones entre lo primitivo y lo moderno, lo civilizado y lo salvaje».