La crónica novelada de Pedro Lemebel (y el neobarroso…)

 

Y claro que la Loca del Frente sabía lo que había dentro de esa caja acomodada al encargo por su ya casi accesible galán: libros. Había libros. Libros que no se los podía enseñar, repartir, menos vender, y aún menos publicar lo que había publicado en ellos. El comunismo impublicable.

 

Y la Loca del Frente nunca abrió la caja para verlos, hojearlos, leerlos; aunque bien sabía, por el peso exagerado de la misma, lo que ese encargo contenía: el peso imponderable de los libros panfletarios tan grave como el nombre verdadero del galán impreso en el carné de identidad olvidado en el sofá aquella noche de los besos y del sueño; o, si acaso, del sueño irreversible por el pisco y el pisco y tanto pisco que tumbaron al príncipe y no a la loca entonces cuerda en sus acciones. Y así ocurrieron los besos de novela y los jugueteos con la boca, con la lengua, con el aliento congelado en el mayor momento de mariposa epifanía.

 

Pedro Lemebel se definía como un cronista de la marginalidad y como un artista en la marginalidad, que trabajaba desde los márgenes de la sociedad en un ambiente cultural donde regía la censura. Se definía rojo y de izquierda en esos tiempos del sesenta, setenta y ochenta. Socialista. Aunque no aceptado dentro de los cánones subversivos, extremistas, guerrilleros, que bullían en el «ambiente ametrallador». Siempre reducido a mariquita. Reducido a una irremediable anécdota de su contemporaneidad en el Chile de la pre, durante y posdictadura de Augusto Pinochet.

 

Es marica pero escribe bien

Es marica pero es buen amigo

Súper-buena-onda

 

Lemebel lo pone en evidencia en su manifiesto Hablo por mi diferencia (1986), y responde:

 

Yo no soy buena onda

Yo acepto al mundo

Sin pedirle esa buena onda […]

Mi hombría me la enseñó la noche

Detrás de un poste […]

Mi hombría la aprendí

                        participando

En la dura de esos años

Y se rieron de mi voz amariconada

Gritando: Y va a caer, y va a caer 

Y aunque usted grita como hombre 

No ha conseguido que se vaya

Mi hombría fue la mordaza

No fue ir al estadio

Y agarrarme a combos por el Colo

                                            Colo […]

Yo no pongo la otra mejilla

Pongo el culo, compañero

Y esa es mi venganza […]

 

Pedro Lemebel traslada así su experiencia a la palabra que viaja junto a él arrimada en su camino. La que escucha y reescribe en un cuento, en una crónica. Como una estrella marina en la «Canción para un niño boliviano que nunca vio la mar», como un ladrillo más en Adiós mariquita linda (2004).

 

Cómo te lo digo, niño boliviano, cómo alargo la palabra m-a-r, y que ahorita zumbe en tus oídos como mil abejas moluscas, como millones de susurros que salpican tu carita aymara con su aliento materno-mar-tierno-mari-maternal […]

Era como tener el cielo derramado a mis infantiles pies. Era como ver el cielo al revés, un cielo vivo, bramando, aullando ecos de bestias submarinas.

 

Para Nelly Richard, teórica cultural, la palabra escrita de Lemebel es la de un cronista viajero que renuncia a lo conocido y que se alarga a la aventura de otra geografía. Richard habla en Éxodos, muerte y travestismo (2006) sobre la barroquización del deseo en Lemebel como el único subterfugio que permite a los cuerpos insumisos burlar la rigidez y la escasez. 

Y es que Lemebel es el barroco en sensaciones exploradas y expresadas en acciones y en palabras; en su arte y su escritura. Es una voluta, un arabesco, un mordente más en el neobarroco de América Latina.

En su única novela escrita: Tengo miedo torero (2001), Lemebel enriquece un cuento evidente, el de la represión, la subversión y el atentado, y lo torna extenso en ornamentaciones, juegos de palabras, hipérboles y rimbombancias; y en varias referencias populares; y en proliferaciones, elipsis, carnavalizaciones, sustituciones y desplazamientos —código que remite al código y código que envía fuera de él—; y en parodias y complejidades retóricas que enriquecen la poética del autor. Y así, el cuento evidente se engalana en forma para convertirse en novela, para novelarse y hasta radionovelarse con la fidelidad de la onda corta en la frecuencia de consumo de lo kitsch.

Es una historia de dictaduras dentro de una «dictadura mayor» en la que el amor de pareja homosexual subyace en la fabulación de la Loca del Frente, su protagonista. Y ella, en su imaginación, la reconvierte en un amor dictatorial con toda la fantasía posible que devanea por su mente. Ella ama a su revolucionario en pensamiento y deseo; y, por una noche de fiesta en su casa, única noche de contacto con su esencia seminal, lo consume en un acto no carente de plasticidad. La Loca del Frente acomete en una acción estética propia del sentido artístico de su creador… Al siguiente día, anestesiada por la fuerte ensoñación de madrugada, encuentra entre los intersticios del sofá el carné delator con los datos personales del galán. Los que ella desconoce.

«Mejor desconocer el nombre de su hombre por esa noche y por siempre, y seguir llamándolo Carlos, soñándolo Carlos, percibiendo la imagen de su Carlos infinito».

 

Aquel nombre falso, disperso en la súplica chamullera de esas letras, un nombre de mentira, de bambalinas, tan ficticio como esa jugarreta imaginaria de actuar el miedo.

 

Y así lo practica Lemebel en vida. Mejor un nombre escogido que un nombre acuñado. Mejor un Lemebel de madre: dulce, suave, ligero, que vuela como una mariposa libre, y no un Mardones de padre: escabroso, infranqueable, desigual, que cae de cabeza en la tierra asfaltada del Chile castrense y marcial de dictadura endurecida en nuevo siglo; el del espacio y tiempo que experimentaron a Pedro Lemebel y su literatura.

En fin…  Pero ¿cómo interpretamos su prosa radionovelada? ¿Cómo definimos su estilo literario? 

Neobarroco. Esa es la respuesta sin más extensiones de palabras ni tendencias. Así nomás.

Y es que la noción de lo neobarroco en América Latina ha sido un motivo de atracción y estudio para varios escritores del continente americano. 

Alejo Carpentier lo define como un producto que proviene de la existencia de un sincretismo profundo y enredado de tradiciones y culturas. El sincretismo que establece la base para ver el escenario latinoamericano como barroco. 

José Lezama Lima por su parte reconoce la importancia de la hibridez cultural de América Latina en el desarrollo del arte barroco en su libro La expresión americana, y lo practica en su poesía y en su prosa. El máximo ejemplo de esta influencia la tenemos en su poemario Muerte de Narciso (1937) y en Paradiso (1966), novela primordial en la literatura latinoamericana.

Y así, el concepto de lo neobarroco toma firmeza en la estética latinoamericana. Pedro Lemebel es un autor neobarroco como lo fuera Severo Sarduy: De dónde son los cantantes (1967), Cobra (1972): ponderador de lo erótico como elemento esencial de la literatura y más aún cuando este se torna excesivo. Sarduy sugería que el proceso de lectura debía implicar un placer directo con el erotismo de la experiencia literaria; idea análoga al placer del texto que pregonaba su mentor y amigo cercano Roland Barthes.

Ahora bien, todo este sustento teórico del estilo neobarroco es importante pero no esencial para Pedro Lemebel; pues él no es un teórico, ni de lejos. Es un activista de la palabra que interviene engalanada por los —tan como él los describía— floreteos maricoides. Ese era su barroquismo auténtico. Más emparentado a la palabra de Néstor Perlongher (Cadáveres,  1987). Ese neobarroso acuñado por el propio Perlongher en su estilo arrabalero: la fundición del barroco con el barro del Río de la Plata. Recordemos unas líneas de Cadáveres:

 

La despeinada, cuyo rodete se ha

                                                           raído

por culpa de tanto 'rayito de sol',

                                    tanto 'clarito';

La martinera, cuyo corazón

                                    prefirió no saberlo;

La desposeída, que se enganchó

Los dientes al intentar huir de un 

                                                           taxi;

La que deseó, detrás de una 

            mantilla untuosa, desdentarse

para no ver lo que veía:

Hay Cadáveres…

 

¿Y acaso los libros no eran sino cadáveres para Pedro Lemebel? 

Y es que Lemebel no leía muchos libros. Lo confesaba siempre que podía cuando le preguntaban sobre sus autores favoritos. Escuchaba a la gente y novelaba (eso prefería). Recordaba las entretejidas radionovelas que sintonizaban las mujeres de su casa: su madre y su abuela, y que lo atrapaban en el mundo de imágenes que él reedificaba como un juego de niño fantasioso. Luego, ya de adulto, performaría esos juegos en las acciones que tanto idealizaba:

 

Pedro Lemebel con una corona de jeringuillas y una túnica de piel desollada, casi una mortaja de iniciado, una mortaja como señal de su destino en la palabra pidiendo la expulsión del sida: «que se fuera de su Chile de protesta»; que se fuera, que se devolviera, que regresara a su punto de partida pues no era bienvenido en América Latina.

Pedro Lemebel con la mueca de la hoz y el martillo en su lienzo preferido, su cara, leyendo su manifiesto de humano homosexual.

Pedro Lemebel de yegua del apocalipsis, de reina y de mariquita oficial.

Pedro Lemebel bajando las escaleras desnudo y enfardado dentro de un saco marinero la noche en la que se arrojó sobre los escalones encendidos del Museo de Arte Contemporáneo de Santiago y se prendió en llamas duchampianas rindiendo homenaje a Sebastián Acevedo Becerra: el hombre del pueblo que se quemó a lo bonzo pidiendo por la vida de sus hijos detenidos por la dictadura.

 

Acciones de crónica diaria y conceptual. Y es que la crónica de Pedro Lemebel ahora es historia y reflexión para el que la lee, para el que la escucha. Es una instantánea fotosensible de su tiempo. Una fotografía polaroid que recorta un pedazo de vida y lo orla en una impresión fugaz de historia novelada y con chisme incluido.

A propósito del 11 de septiembre de 1973, el día del golpe de Estado contra Allende, Lemebel recrea una de esas tantas polaroids neobarrocas que disparó en vida (la única arma que manipuló y con solercia), con la imagen de Miria Contreras, la secretaria de Salvador Allende, antes de que fuera llevada a la fuerza al subterráneo del edificio nacional. 

«La Payita», como la conocían desde niña a Contreras, sería una de las últimas personas que viera con vida al presidente.

 

Ahí, en el instante que la guardia y las mujeres abandonaban el palacio por orden de Allende, Miria, confusa en la hora del desalojo, no obedeció la orden y se entregó a la corazonada impulsiva de un enamorado retroceder en esos escasos momentos, cuando Allende reunía a sus fieles amigos para abandonar el lugar en una columna donde Miria iría primero con una bandera blanca, nuevamente la corazonada le hizo girar la cabeza para decirle algo, mirar sus sienes canosas, tirarle un beso, un hasta siempre, no sé, darle una sonrisa que perfumara el aire hediondo a pólvora de esa inútil primavera. Y allí, parada en el corredor a través de la puerta entreabierta del Salón Rojo, alcanzó a cruzar su atención con un urgente ojeo de ternura, un pañuelo de mirada en el perfil vaporoso de su cara descompuesta, plegándose tras la puerta que se cerraba como la página final de la «Resolución en Libertad» y su malogrado querer. Y allí quedó, como el huérfano más solo de la nación, abrazando su juguete metrallazo mientras escuchaba derrumbarse la fiesta de aquella ilusión.

 

La Payita («la puerta se cerró detrás de ti») (1988).

 

Así es su estética y así su proporción neobarroca. Ilimitada desbordando hacia el exceso. Y es que incluso Lemebel habría de retratar su muerte en una última instantánea para todos.

 

Cómo le hubiera gustado llorar en ese momento, sentir el celofán tibio de las lágrimas en un velo sucio cayendo como un blando y lluvioso telón sobre la ciudad también sucia.

 

Y sí, antes de morir hizo una última aparición en el teatro. En la Noche Machucha. El ocho de enero de 2015. Su noche.

Apareció en el tablado mismo del teatro, sin voz y en silla de ruedas, acompañado de todos los que debían ser y estar en su presente: los que recibieron al maestro de la crónica novelada y barroca de Santiago para practicar en esa gala el cierre de toda su obra barroquizada en su propio ser. 

Una sola obra, sí, aunque dividida en un sinnúmero de capítulos que aún no cesan de resonar en versiones prodigadas por anónimos de la calle, y en versiones cotidianas, y en «floreteos maricoides», y que producen ecos en sus crónicas más allá del veintitrés de enero de ese mismo año en que murió tan solo el cuerpo mas no el talento artístico y literario de Pedro Lemebel.