Será larga la noche
Humberto Montero
Golpearse el segundo dedo del pie contra el filo de la cama, a medianoche, hará de esa noche una noche larga. Una noche que irremediablemente tendrá que ser larga, medicada, en vela y con dolor: una noche inquietante hasta que se pueda ver lo negro que se tornará el dedo en la mañana.
Será larga la noche es el nombre de la última novela de Santiago Gamboa: medicada, en vela y con dolor; y negra, absolutamente negra; una novela expectante al ritmo de la lectura que poco a poco va develando el misterio de la narrativa.
Y vaya que lo devela hasta mostrar lo negro del conflicto evidente, aunque se deje suspendido el final —sin fin— del conflicto esencial, el de un niño de Colombia, hijo del conflicto de guerras y guerrillas que, en el tiempo de escritura de Gamboa, en nuestro tiempo de lectura, no se sabe qué tan largo y negro ha de ser.
El título es el primer contacto significativo del libro, un título que parecería proponer un escenario evidente en la novela, aunque solo se lo marque en la portada, pues de signo descriptivo, poco, pero sí aludido como símbolo de codificación y tan solo al final, antes del epílogo de narración.
El pastor miró hacia el cielo, denso y oscuro.
—No creo que amanezca por ahora. Hoy la noche tendrá que ser larga.
Se abrazaron.
«Inicio», «Protagonistas», «¡Acción!», «Montañas, páramos», «Hombres de negro», «Buscando a Mr. F.»… Santiago Gamboa dispone una variedad de capitulares (dieciocho) que los distribuye en cuatro partes numeradas a lo largo del texto. Y así propone una historia en la que, si bien subraya los tópicos que suelen aparecer en las historias de Colombia, los de conflictos de narcos, guerrilleros, paramilitarismo…, también expone en ella un tema que no es tópico en la literatura colombiana pero sí constante inquietud para el autor: la religión y las congregaciones humanas en torno a ellas (Los impostores, 2003; Necrópolis, 2009; Océanos de arena, 2013).
En Será larga la noche (2019), Gamboa narra un conflicto entre iglesias cristianas, pentecostales, que se signan como sociedades definidas por un tipo de mafia en torno al tráfico ilícito de fe. Ilícito en términos de moralidad, y negocio lucrativo por todo lado en que se mire. El conflicto se contamina de una suerte de paramilitarismo subvencionado con el que se blinda a cada iglesia en contra de cualquier enemigo que se entrometa en su porción jugosa de mercado.
Dado este contexto, Santiago Gamboa despliega lo que parecería un cuento enigmático de mafias paramilitares que reparten la ley del hombre, a bala, en una tierra con mucho dios y de todo tipo. «Otro episodio violento», se dice en la novela, «entre los miles que pasan en este país irascible y cruel que, paradójicamente, cuando se lo preguntan, dice ser el más feliz del mundo».
Y Gamboa lo despliega a través de una narración secuenciada entre dos de los personajes principales, Julieta Lezama, periodista; y el fiscal Jutsiñamuy —nombre imposible de articular sin dificultad a lo largo de toda la novela, cual si fuera un anagrama conceptual de «mucho y algo de justicia»—.
Entre esos personajes surge la respuesta del tópico evidente.
—Es una cosa un poco extraña y sobre todo muy delicada, Julieta —dijo Jutsiñamuy—. Hubo un combate en una carretera veredal, allá por los lados de Tierradentro. Puede ser una cosa grande.
—¿Soldados? ¿ELN? ¿Disidencias? ¿Bandas?
—No se sabe aún —dijo Jutsiñamuy—, pero creo que no es de hablar por teléfono.
Siguiendo con el hilo de la trama, un niño de etnia nasa, Franklin, el mayor enigma ya no de ficción sino de realidad (la que carece de final), es testigo oculto de una balacera en una ruta perdida, en el departamento del Cauca, cerca de una hondonada que cruza el río Ullucos.
El niño, en una llamada anónima a la policía, da cuenta de lo visto y así despierta la total atención de quien lo escucha. Un puntual relato que mucho se acerca a la realidad, sobre todo por la descripción detallada del encontronazo entre dos bandos inidentificables, el uso de armamento sofisticado («Armamento pesado para estos tiempos de paz…») e incluso por la inquietante presencia de un helicóptero artillado durante el evento.
En las coordenadas del suceso, a simple vista, no se encontrará rastro alguno, pues todo se limpió horas luego de lo ocurrido con una meticulosidad de barrenderos propios de la mafia.
La fiscalía en Bogotá, alertada del suceso, lo considera principal dado que no hay reporte alguno de tipo oficial pero sí mucho silencio de locales. Y es así que se emprende una investigación del hecho con el concurso de la periodista Lezama, muy cercana a Jutsiñamuy, antes de que se decida desplegar un contingente fiscal ya de tipo oficial.
Una historia narrada con un paralelismo secuencial entre el fiscal y la periodista, desplegado como técnica de crónica casi epistolar, y que cuenta incluso con un narrador omnipresente que nos transmite los sentimientos más profundos de los personajes.
De lo profundo a lo trivial, de lo enigmático a lo evidente, Gamboa se demuestra dinámico en esta narración un tanto esquematizada como si fuera una puesta de escena teatral.
A veces el fiscal se ponía a mirar esas luces e, invadido por la realidad, imaginaba escenas desgarradoras: niños implorándoles a sus mamás que no se drogaran y les dieran de comer, padres golpeando a esos mismos niños, hombres dando palizas a mujeres embarazadas, hombres ebrios violando a sus esposas delante de hijos menores. No todo era así, claro. La mayoría de esas casas eran hogares en la dura batalla por la vida, gente honesta tratando de salir adelante con trabajos extenuantes y mal pagados, pero su experiencia se obstinaba en mostrarle la otra cara: el rostro salvaje de la ciudad indiferente y feroz, la piel con cicatrices y llagas de esta urbe despiadada que se tragaba a sus hijos más débiles.
Y entre estos recursos descriptivos que el autor expone, destaca la voz personal de una Colombia urbana, esa que se mezcla de jerga popular: «El guayabo es un síndrome de abstinencia, jefa. Tómese una cerveza y se le pasa. A eso le decimos “baldear cubierta”». O esta que es propia de mafias callejeras: «Una chumbimba ni la verraca…». O las de tradición atávica: «Ay, juemíchica, a esos se los están bajando como guanábanas del árbol»; e incluso las expresiones malsonantes cargadas de autenticidad; frases del tipo: «¡Machácame, corazón, dame rejo!», «Más duro, papi, empótrame!», «Tan rico que es pichar trabada, bebé», y que Gamboa las define como propias de una «sexualidad gritona».
Y a todo esto se suman los aportes técnicos del autor, como uno que él mismo designa con la cualidad de «desgrabado», que consiste en la transcripción sin correcciones, transcripción cruda, de un testimonio por lo general de tipo coloquial que involucra expresiones pletóricas de cualidades narrativas, pero que muchas veces resultan documentos que exponen una filosofía de vida que solo se la podría describir en lengua hablada.
Una de las jóvenes, devota del pastor y de nombre Cindy Raquel, narró lo siguiente. Desgrabo: «El man me alzó y me llevó a un cuartico que tiene en la parte de atrás y que más que cuartico es como una suite de un hotel lujoso, un desnucadero, ¿me entendés? Ahí el pastor se volvió hombre, o macho, babas en los labios, fondo del ojo verde, pupila fija, seguro por el perico, y un poco a la fuerza me tiró al catre, y digo «un poco» porque de todos modos yo sabía a lo que iba, aunque hubiera preferido menos muñeca inflable, alguna güevonada tipo besito o caricia, pero en fin, el man estaba bien urgido, emparolado línea chimpancé, ¿me copiás?, con la artillería lista y apuntando al enemigo, así que sin más me desembluyinó, me descalzonó y me espatarró en la colcha. Y se vino de frente, yo bien pierniabierta y expectante.
Evidentemente, desgrabado o no, en el estilo de Gamboa surge como principal el humor. Humor cifrado en el soporte marginal. No obstante, del tema al tópico y del tópico al tema, Santiago Gamboa no banaliza ningún aspecto de la trama. Su palabra es directa con el pensamiento de origen y así lo escribe signando el espacio y tiempo de su tierra natal.
Y es que no hay lugar común en esta obra de Gamboa. Tan solo un hecho común que se simboliza en un profundo estado de reflexión contemporánea.
—No se paga nada, carajo. Cobrarle a la justicia por contar la verdad es un delito. Vea a ver de qué lado quiere estar, ¿de la patria o del crimen?
El muchacho miró al fiscal, sin amedrentarse.
—Yo prefiero estar del lado de los que recibieron un milloncito por decir la verdad, ¿me copia, doctor?
El fiscal miró a Laiseca, quien se alzó de hombros. Era ilegal, no podía hacerse.
—Eso es imposible, muchacho. ¿Así le paga a su país? —lo reprendió el fiscal.
El joven le sostuvo la mirada y dijo:
—Mi cucha fue sirvienta toda la vida y hoy no tiene pensión. De mis siete hermanos, dos murieron trabajando de sicarios y la mayor es puta desde los quince y hoy está en tratamiento psiquiátrico por drogas. No le debo nada al país, que yo sepa.
En Será larga la noche, el autor conviene un símbolo contemporáneo codificado en muchos de los personajes, sean estos principales o secundarios: el símbolo de una Colombia como «un país de orfandad».
Por ser este un país de huérfanos es que tanta gente cae de rodillas en los altares, en las sacristías y en los templos. Todos anhelando un padre. Si usted no es capaz de comprender eso, mi querida Julieta, no tiene ni idea del país en que vive.
«Lo demás es pura trama», nos lo dirá el propio autor a partir de los personajes y sucesos, tal como una «horrenda muerte» o «una historia sin final»: pura trama que para Gamboa tan solo forma parte de un ejercicio literario.