Policromía al natural

Policromía al natural

La “naturaleza viva” de Valeria Misle

 

Una experiencia de reconocimiento personal a partir de la expresión primaria del arte, esa de la forma y el color en su comunión más elemental, nos acerca Valeria a través de naturalezas vivas en las que los modelos referentes: plantas, hojas, flores, sustancias orgánicas diversas…, se presentan como ánimas pictóricas. 

Y es ahí cuando opera esa dinámica de reflejo con el espectador: la de un reflejo psicológico que designamos como el acto de un reconocimiento personal. 

Un acto a partir del cual, más allá de la descripción de un modelo de objeto que nos refiere a la cualidad de cada planta representada (rosas, tulipanes, amapolas, claveles…, o incluso formas fitomórficas más propias de la autora que de la propia naturaleza), surge un episodio de empatía individual que deviene subjetiva en el espectador. Y surge, además, la simplificación de esa respuesta recurrente a partir del cuestionamiento del objeto del arte como materia de valor sociocultural: la respuesta del me gusta o no me gusta.

Hablamos del surgimiento espontáneo de esa manifestación de sentido que se suele practicar como inmediata a partir de la contemplación del arte: la del me gusta esta obra, aquella, todas esas, ninguna… 

Y esta es una observación que aparece de una manera pronta y fácil a partir de las obras de esta colección (cuestión de empatía que detona a partir de una primera mirada). Algo así como cuando ves plantas de verdad en un invernadero y te encantas por alguna más que otra… 

Y esta colección es eso: un tipo de invernadero pictográfico con flores y sustancias de diversas cualidades inmersas en composiciones armonizadas de una manera exuberante. 

Y es que, evidentemente, la temática que reina en esta colección de Valeria Misle es la de la naturaleza muerta (naturalezas vivas para Valeria). Temática en la que coexiste la sustancia del color que para Valeria se cifra en formas de una vida espléndidamente rica como la suma de una multiplicidad de organismos celulares llenos de energía. Percepción y representación propias de la autora. 

Y Valeria lo entiende así interpretando diversas corrientes del modernismo pictórico y de las artes decorativas para así ensamblar una colección de variada naturaleza. Algo que es referible de inmediato en cada obra y que nos revela un conocimiento estético singular.

Así, la autora se sirve de una paleta cromática muy amplia de saturaciones máximas o de asimilaciones de color entre tonos apacibles para representar una colección pictográfica que parecería gozar de una muy buena salud. Múltiples tonos de la propia naturaleza de Valeria que se nos presenta como una fitografía particular: las fitografías de Valeria Misle: polícromas y al natural.

Horizonte primitivo

Horizonte primitivo

Una perspectiva conceptual sobre la obra de Andrés Aguirre

 

Esa capacidad de afrontar la oposición entre el tiempo histórico capturado en un volumen que pareciera anterior (uno arcaico por genética de forma) y el tiempo actual de la materia recortado en el presente, Andrés Aguirre la demuestra a través de una representación imitativa en el objeto natural que deviene en escultura. 

Las obras de Horizonte primitivo se presentan así, formas esenciales en su último estado natural: el corroído en las piezas de hierro, el descortezado en ciertas piezas de madera, el carbonizado en otras, o el estado pétreo del asfalto en una cabeza que parecería que observara desde su naturaleza industrial asfáltica. De ahí la perspectiva imitativa con ciertos estados materiales que se tornan principales para el esteticismo de este autor, pues él decide el límite de expresión de la materia que utiliza; y, con ello, la manifestación final del objeto como referente de una naturaleza de formas primarias. 

Andrés Aguirre define cada forma interpretante a partir de un modelo natural y así practica un retorno a lo primigenio, a la esencia elemental de la forma y la expresión.

Aguirre esculpe, modela, corta y concreta una geométrica formativa que imita algún referente natural: el ser humano, una cascada, ciertas formas rocosas como si fueran farallones, o incluso múltiples figuraciones que bien podrían ser propias de microorganismos idealizados…; y entonces altera ritualmente esos volúmenes con el agua o con el fuego para conferirles su última apariencia. 

Y así, criada la forma surge el color final de cada pieza que no es un tono absoluto sino un matiz consecuente de esos agentes catalizadores que administra el artista. 

No hablamos de tonos definidos sino de tres continuos de color que los emparentamos con lo cobrizo, lo negro y lo ocre. Es decir, un rango de cobrizos oxidados (los tonos del metal enmohecido); un registro matizado de negro carbonizado (la madera quemada con reflejos e iluminaciones propios que brotan del agrietado, de las fisuras…; o un nivel dinámico de grises que surgen desde lo más negro del asfalto); y un rango de ocres fibrosos propios de la materia descortezada y de esa cualidad de ser pino o ciprés que son las maderas que utiliza el autor (la madera expuesta como tal: madera). 

En suma, no son colores definibles por el tono sino signos de esos colores nominados; y más aún, síntomas de quemadura, abrasión, bruñido, pulimento, oxidación… Consecuentemente, en esta colección, el color es reactivo al impulso volitivo del artista y al paso del tiempo —corto o extendido— y que tiene su punto final en el límite de cada pieza concluida. 

Pero además es un color ritualizado por el propio artista cuando ha practicado esteticismo con el fuego o con el agua; y es un color ritualizado por el mismo artista cuando acepta la cromática del tiempo que ha intervenido en la sustancialidad del metal y lo ha corroído (una sustancia de corrosión que ha operado como una pátina del tiempo); y más aún es un color ritualizado por este artista cuando decide tallar una forma humana en una piedra de asfalto en su estado natural para conferirle por donación semántica el principio originario de la materia prima.

En suma, la materia correlacionada con su tiempo anterior, el histórico del metal, el del árbol, el de la sustancia petrolífera, entra en oposición con su presente intervenido por ese agente oxidante de la huella del tiempo que ha herrumbrado, del agua que ha pulido, del fuego que ha carbonizado y del asfalto que ha petrificado.

Y tanto es así, que el color en esta colección de Aguirre no es tintura sino concepto. El color es continuo, primario, consecuente, reactivo: signo, síntoma y símbolo; y también es materia de expresión para este autor de «matices primitivos».

Con esta apreciación conceptual, la consecución de las formas finales nos remite a valoraciones estéticas propias del modernismo del cual Andrés Aguirre se convierte en un intérprete diacrónico. Un intérprete a través de su propio tiempo. 

Y así encontramos en Horizonte primitivo formas mínimas que se conectan entre sí a través de un movimiento inducido, y que nos permiten percibir una relación de correspondencia minimalista. O formas iconizadas como humanas que descubren una doble desnudez material, la del cuerpo evocado y la de la propia madera agrietada, partida, fisurada, que no es sino un tipo de geometrismo destilado de esas formas y que se emparenta con ciertos modelos remotos instituidos como convenciones de origen arcaico.[1] Y formas talladas u horadadas que impulsan una captación de elementos referenciales: cascadas, exoesqueletos, agrupaciones naturales, fitomórficas (micóticas), microambientes celulares… En fin, tantas asociaciones posibles cuantas se puedan percibir en estos objetos escultóricos y relacionar con un referente específico de la naturaleza (asunto que será inherente a la memoria visual de quienes sepan observar a través de estas esculturas). 

En síntesis, Andrés Aguirre reinterpreta y casi que reinventa la forma primitiva y así nos ofrece una nueva perspectiva sobre la naturaleza humana y nuestra conexión contemporánea con lo ancestral.[2]

Y es que Aguirre recompone un estado arcaico que mira hacia el pasado como referencia de origen, pero que proyecta por sobre el presente del autor una línea de horizonte conceptual. No en vano «profetiza en la retrospección», tal como lo pudiera haber distinguido Arnold Hauser.[3] Algo así como practicar un tipo de mirada mística hacia el pasado inalcanzable pero aún inigualable de la forma original. 

En este punto hablamos de la dialéctica del tiempo en la materia que resulta principal en esta colección: esa capacidad que hemos comentado de afrontar la oposición del tiempo histórico con el tiempo actual: la del volumen figurado y la forma consecuente; la de la acción y la reacción; la de un naturalismo imitativo y una geométrica formalista; la de lo primitivo y lo moderno; la de lo salvaje y lo civilizado; la de la forma pretérita y la forma actual…

Con todas estas cualidades estéticas se consolida el trabajo conceptual de este autor; ese trabajo que se cifra y se descifra a la vez en un horizonte primitivo como designación de lo perceptible a través de una polaridad naturalista y geométrica, y que resulta a su vez en ese principio dialéctico de creación con el cual Andrés Aguirre modela un esteticismo primigenio. 

Aguirre ha creado una línea de observación que limita y que divide, pero que a su vez proyecta un más allá únicamente alcanzable a través de un pensamiento crítico. Y es ese más allá el que se coordina en el pasado, en el tiempo tardío; en un tipo de horizonte tardío signado en un presente primitivo (signado, sintomatizado, ritualizado, simbolizado).

Ese es el horizonte conceptual de Andrés Aguirre que concibe el trazado de una perspectiva panorámica en el interior de la conciencia: el paraje de un pasado remoto con límites de reconocimiento anterior, primario, original.[4] 

Así notamos en esta exposición, y más aún en su propuesta museográfica, la presencia de ese paraje idealizado cual si fuera el de un paisaje arcaico. Esa presencia de un paisaje primitivo cuyo término de horizonte se encuentra en lo más hondo de quien se disponga cual un perceptor de ese extralímite que se delinea casi como si fuera un arcano en la propia y más íntima naturaleza del propio yo. 

Simplemente observemos la cabeza de asfalto que se dispone como ese propio perceptor desde adentro, desde el interior de esa semiosfera idealizada por Andrés como una esfera de significación anterior; y que, como tal, propone un regreso a ella, un retorno a esa morada primitiva, a ese primer paisaje inseparable de la genética conceptual de la propia creación.

Humberto Montero, febrero, 2024.


[1] Andrés Aguirre despoja al cuerpo de sus adornos culturales y lo presenta en su forma más cruda y vulnerable, y así nos invita a reflexionar sobre nuestra propia corporeidad y nuestra relación con la tierra y el pasado. Lo logra en la desnudez del referente humano y en la desnudez de la materia despojada de cualquier accesorio utilitario que la revista como objeto de consumo utilitario.

[2] La forma primitiva en esta propuesta de Andrés Aguirre no es simplemente una vuelta nostálgica al pasado, sino un acto de reinvención que nos permite confrontar nuestra propia humanidad cuyas raíces se entrelazan de manera inextricable con nuestro presente.

[3] «Cada obra de arte aparece como el resultado y el resumen del pasado gracias a sus elementos tradicionales y como origen de una nueva descripción de ese pasado, de una nueva orientación y división histórica, gracias a sus rasgos originales y actuales». Arnold Hauser, Sociología del arte, (1975).

[4] Como señala Hal Foster en su obra El retorno de lo real-La vanguardia a finales de siglo, (1996): «El arte contemporáneo a menudo busca desestabilizar las jerarquías establecidas y cuestionar las divisiones entre lo primitivo y lo moderno, lo civilizado y lo salvaje».

Desfragmentación

Desfragmentación

La iconoclastia conceptual de Christian Mera

Una manera de aproximarnos al concepto de la desfragmentación que subyace en esta serie plástica de Christian Mera (el interpretante) será considerando el aspecto técnico de la estructura gramatical propia del lenguaje pictórico de Oswaldo Guayasamín (el referente); el cual evidentemente se presenta con un grado de absolutez formal: un referente reconocible en su esencia estética primaria y que por ello se ha instituido como un lenguaje autoral mundialmente reconocible.

Sobre esto último, hablamos de un tipo de gramaticalidad convenida por Oswaldo Guayasamín para articular ciertos elementos morfológicos dentro de su obra y que se ligan con varios aspectos del modernismo del cual este autor fue parte: descomposición de la figura desde la óptica totalitaria del cubismo analítico, el desborde expresionista de la materia cromática limitada por los trazados de líneas irregulares, repisadas, gruesas, bordes duros, e incluso esa convención figurativa propia del muralismo latinoamericano que retrata una humanidad subyugada vista sociológicamente desde la fuerza represora en contra del proletario del siglo veinte y, en la línea más particular de Guayasamín, en contra del indio de los Andes.

Guayasamín fragmenta la figura, fragmenta el color, fragmenta el concepto de un humano reprimido por el poder social liderado por el paradigma de la riqueza convenida en la fortuna del dinero (el infortunio del ser). Y son esos fragmentos los que tornan constitutivo el corpus autoral de este maestro. La fragmentación ocurre en el lienzo de Guayasamín.

A partir de esa circunstancialidad conceptual y estética, Christian Mera desarticula ese lenguaje exclusivo de Guayasamín, ese lenguaje fragmentado morfológicamente en un sinnúmero de elementos reconocibles como signos estéticamente convenidos por este referente, y los reagrupa a su modo; es decir, practica una partición de esos elementos y así reinterpreta gramaticalmente el lenguaje instituido.[1]

Mera desfragmenta ese lenguaje tomando los «lexemas pictográficos» (figuras de referentes reconocibles: hombres, animales, objetos próximos…) e incluso desfragmenta tomando ciertos «morfemas pictográficos» (elementos ligantes sin categoría de representación: el color, la geométrica arbitraria, la sustitución de los espacios…), y entonces compone obras que se reconocen ciertamente articuladas con el lenguaje de Guayasamín pero que a su vez se desligan con disposiciones estéticas esencialmente especulares en un plano netamente físico, estereocinéticas o cuasicronofotográficas, [2] reflexivas, refractadas, catóptricas, rorschach, [3] o de capas traslapadas con ciertos grados de opacidad cromática.

En suma, es una síntesis mixta la que en verdad practica Mera: sustractiva cuando secciona los fragmentos de Guayasamín, y aditiva cuando ubica esos fragmentos en una disposición diferente: básicamente la disposición de un espejo de cualidades caleidoscópicas. Ahí mismo opera la técnica de la partición que homologamos como recurso conceptual de Christian Mera.

Uno reconoce el origen de la forma y del color de Guayasamín en esencia, pero no reconoce la disposición compositiva que aparece en la obra de Mera porque deviene en novedad. Y entonces surge la concepción reflexiva del espectador que se vincula con el apropiacionismo evidente que el autor ha practicado en cada una de estas obras.

Lo que ha ocurrido es una operación perceptivo-cognitiva que se ha cortocircuitado en el cerebro del espectador a consecuencia de la desfragmentación como técnica pictórico-compositiva y de la desfragmentación como concepto autorreflexivo a partir del apropiacionismo del paradigma de la obra absoluta de Guayasamín. Y todo esto a su vez es consecuencia de la reducción de la obra del referente en un nuevo sintagma pictográfico interpretante compuesto de materia conocida (la sustancia lingüística de Oswaldo Guayasamín), que se ha confinado en una nueva materia expresiva de una similar naturaleza modernista que practicó este maestro ecuatoriano, aunque de distinta sustancialidad contemporánea: la interpretación metalingüística de Mera.

Consecuentemente, existe en esta serie un reconocimiento colectivo de la convención pictórico-temática de Guayasamín, eso es inmediato e inapelable; pero surge inminente la certeza de que las obras no podrían haber sido facturadas por el maestro Guayasamín, o incluso calcadas por algún autor anónimo y convenidas artesanalmente como obras recreadas a partir del corpus estético de Guayasamín (esas recreaciones pictóricas que vemos en los parques, en las plazas artesanales de origen popular…).

Y es esa certeza inminente la que se cifra en la inscripción estética que ha practicado Christian Mera a partir de la apropiación formal y cromática del modelo Guayasamín, y que analíticamente se descifra en un Mera iconoclasta que ha desbrozado para poder sembrar una nueva semilla de artisticidad.

Mera es un iconoclasta que ha reinterpretado la artisticidad de todo un arquetipo pictórico tal como lo ha practicado con varios barrocos del siglo de oro español, con manieristas, con románticos, con modernistas referentes…,[4] y que a su vez ha proyectado una especulación generativa en esta serie desfragmentada. ¿Cómo? Desfragmentando, evidentemente.

Y es que técnicamente Christian Mera redefine el naturalismo presente en la obra referencial y la convierte en un signo interpretante, una suerte de abducción semiológica a partir de la estructura de un metalenguaje pictográfico.

El lenguaje de Guayasamín, el interpretante lo absorbe y lo direcciona hacia un más allá (el más acá de Christian Mera, el presente coordenado de su tiempo) y así propicia una operación estructuralista de un metalenguaje reducido a una simple forma; un tipo de abducción del corpus autoral de Guayasamín…

«El símbolo se ha reducido a mero signo».

La temática del agricultor proletario, la del toro y el cóndor mitológicos, la de la silla manteña, la del Quito en llamas…, luego de esa abducción quedan tan solo como un rescoldo significante. No es que hayan perdido su significado absoluto, sino que los conceptos profundos que motivaron a Guayasamín se han reducido a una simple descripción ontológica, a una descripción de los objetos reinterpretados: tan solo unos agricultores andinos, unos animales, un objeto precolombino, una ciudad en llamas…

Ahí están, no se los ha borrado, sino que se los ha reconstituido en una nueva forma que carece del sociologismo modernista referente pero que directamente se emparenta con el psicologismo contemporáneo del interpretante…

Una forma nada más, pues Mera no habla de los temas de los que ha hablado Guayasamín, sino que simplemente ha constituido una nueva forma de lenguaje, una forma metalingüística que necesitará de un concepto metalingüístico que reanime el lenguaje alterado, tal cual Barthes lo dijo siempre a propósito del doble sistema semiológico que sistematiza la estructura del mito.[5] Y ese concepto solamente lo definirá el espectador inmediato. Tan simple como un acto coartado de ver lo que se cree que se ve (una obra de Guayasamín) pero que a la vez se ve lo que no se podría creer que se ve (una obra de Mera).

Guayasamín está presente en la analítica interpretante de Mera. Y Mera sustentado en la forma primaria de Guayasamín se proyecta en una propia forma que no es sino estructura: la estructura desfragmentada de un iconoclasta contemporáneo.

Mera practica la iconoclastia primero en la intención («¿Queréis revolución…?), y luego sinápticamente la recompone en el cerebro (Hacedla primero dentro de vuestras almas…»). Y entonces actúa en el lienzo (esto último es una simple anécdota reflexiva del pensador de la nueva obra).

Esta «nueva-obra-que-no-es» es materia autorreflexiva desde entonces (el metalenguaje expuesto en lienzo), y entonces sí es «nueva-obra-que-sí-es»: coartada, incompletamente completa, reflexivamente irreflexiva, absolutamente relativa, históricamente actual, modernamente contemporánea.

En la obra desfragmentada de Christian Mera la forma se extralimita (excede los límites formativos del referente) y el color se desborda (excede los bordes del continuo cromático del referente); y así, tanto como la fragmentación ocurre en la obra de Guayasamín como signo de su tiempo, podremos concluir enfáticamente que la desfragmentación ocurre en la obra de Christian Mera como signo de su propia contemporaneidad.

Humberto Montero, febrero de 2024

 


[1] El concepto de dividir y organizar se emparenta con la dinámica de la partición. Término que hemos tomado, al igual que lo hemos hecho con el término desfragmentación, del marco teórico de los sistemas de computación, marco en el cual la partición implica la subdivisión de un disco duro para una mejor organización y gestión de datos dispersos en el sistema. Esta estructura la interpolamos en el pensamiento creativo de Christian Mera pues este autor tiene registradas, al igual que ocurre con un sinnúmero de personas (me incluyo), las convenciones pictográficas de Guayasamín como parte de una conciencia colectiva estética. Esas convenciones las particiona en el formato pictórico que utiliza (lienzo, láminas de pvc), y así consigue las composiciones originales objeto de análisis de este breve ensayo.

[2] Christian Mera simula efectos del tipo estereocinético en ciertas obras con los cuales sugiere movimientos dimensionales ilusorios en el formato bidimensional. Manos que simulan agitaciones o cuerpos animales que aparentan dinamismos salvajes. E incluso se torna patente un tipo de cualidad futurista de lo cronofotográfico que parecería provenir de múltiples disparos de una cámara o incluso de múltiples obturaciones que definen series de exposiciones fotográficas que propician sinestésicamente la sensación de movimiento.

[3] La alusión estética de rorschach, a partir de las manchas de tinta propias de la prueba psicológica creada por Hermann Rorschach, es un recurso ampliamente utilizado por Christian Mera. Él parte de figuras abstractas y simétricas cargadas de cierta ambigüedad formal a las que se podrá yuxtaponer una interpretación subjetiva en los límites de un reconocimiento referencial.

Christian Mera practica esta figuración rorschach fusionando la expresión artística con la introspección psicológica, y con ello crea un espacio visual sintetizado que deviene persuasivo para la interpretación individual.

[4] Véase Diacronismos, una de las series principales de Christian Mera. En Diacronismos, el autor propone un apropiacionismo pictórico a través del tiempo. En cada obra replicada con alto nivel de naturalismo referencial, Mera añade una capa estrictamente grafológica a partir de un arte en acción emparentado con el expresionismo abstracto. En esa capa se sintetiza un tipo de escritura autoral que altera la presión atmosférica de cada cuadro alterado.

[5] El mito como sistema semiológico se sistematiza en una estructura de tipo metalingüística. Un lenguaje que habla de otro lenguaje. Roland Barthes lo aborda en «El mito, hoy», la segunda parte de Mitologías (1957).